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En la mesa

 

En la mesa

Jessica (Esta dirección de correo electrónico está siendo protegida contra los robots de spam. Necesita tener JavaScript habilitado para poder verlo.)

Estaba sola en su cuarto. Nada ni nadie había alrededor suyo. Un silencio inmenso y frío inundó la habitación de modo tal que pareciera que fuera el fin del mundo. Se encontraban ella y sus pensamientos. Ambos revoloteaban como aves de rapiña a la espera de un gran banquete, hambrientas, ansiosas, desesperadas. Un solo objeto les hacía compañía. Como si no se bastasen a sí mismas, tenían que aguantar aún más; la presencia de esa desagradable cosa sobre la mesa: Una jeringa.

Los días transcurrían y todo permanecía en la misma posición. A la misma hora se sentaba sobre el sillón a ver pasar los minutos, mientras sus pensamientos volaban por otros mundos. ¿Cómo no podían hacerse presentes aquellos años en que uno anhelaba ser grande para proteger a los suyos ante toda injusticia; aquellos en los cuales se venía una inhóspita necesidad de volverse pequeño de pronto y no tener que ver directo a los ojos? La habitación invadida por el humo del cigarro, parecía no tener un solo aire limpio. Mientras que era un dedo, costaba como si sostuviera el peso de mil personas, y cada una de ellas iban recobrando vida mientras ella les contaba.
La mesa empequeñecía mientras el objeto (que se llegaría incluso a pensar para el cual fue hecha) devolvía como un imán la atención de su mirada. Casi podían oírse las aves de rapiña acercarse como una hiena en el desierto. No había nadie que las ahuyentara. Hacía días que la soledad invadía como un túmulo de esperanza aquellos días grises. Un impulso repentino las hizo tomar la jeringa finalmente y sostenerla por largo rato sobre sus manos. Después de unos minutos, la sustancia penetró lentamente para no lastimar los tejidos internos y, quizá, para que el acto fuera concluido. Un hormigueo fue paralizando los brazos poco a poco, hasta que casi, ese dedo cargado de mil gentes, no pudo moverse. Un pavor intenso llenó su alma resignada y, cuando todo comenzaba a nublarse y a tornarse de un turbio helado, logró lo que ni en sueños había hecho: Tomó el teléfono y llamó.

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